Javier Solís, uno de los íconos más queridos de la música mexicana, falleció hace 58 años, dejando un legado imborrable en el corazón de su país. Su voz, capaz de evocar emociones profundas, resonó por primera vez en los escenarios en una época dorada para la música ranchera, pero su vida fue trágicamente corta. Nacido como Gabriel Siria Levario, Solís se convirtió en el rey del bolero ranchero, cautivando a millones en tan solo nueve años de carrera.
El 19 de abril de 1966, México despertó con la devastadora noticia de su muerte a los 34 años, resultado de complicaciones tras una operación de vesícula biliar. La tristeza invadió a la nación, que había perdido a su último gran ídolo, un golpe comparable al de la muerte de Pedro Infante y Jorge Negrete. En medio del luto, su última canción, “Amigo organillero”, se convirtió en un cruel presagio de su partida, marcando el final de una era.
La muerte de Solís no solo dejó un vacío en la industria musical, sino que también desató una ola de especulaciones sobre las causas de su fallecimiento. Si bien la versión oficial hablaba de una infección, muchos se preguntaron si había algo más detrás de su trágico final, alimentando así el misticismo que rodeaba su figura. Rumores sobre conflictos con el presidente Gustavo Díaz Ordaz y su relación con la actriz Irma Serrano también emergieron, aunque nunca fueron confirmados.
A pesar de su corta vida, Javier Solís grabó más de 300 canciones y participó en una treintena de películas, construyendo un legado que perdura hasta hoy. Su voz, descrita como de terciopelo, sigue resonando en los corazones de quienes lo escucharon y en la memoria colectiva de México. En cada acorde de mariachi y en cada bolero, su espíritu vive, recordándonos que aunque su vida fue breve, su música es eterna.